El coche fue alcanzando más velocidad y empezó una aventura que jamás pensé que viviría a mis quince años. Cuando vas a cien kilómetros por hora dentro de un coche, sientes que lo que se mueve es el mundo de ahí fuera y no tú. Pero, cuando vas a ciento veinte y no llevas cristales porque alguien ha reventado de un disparo las dos lunetas, te sientes como si te hubieras lanzado en paracaídas desde la estratosfera sin botellas de oxígeno. No es vértigo, ni mareo, ni pánico, ni dolor, es todo eso a la vez multiplicado por mil. No sabría decirte la velocidad a la que íbamos, pero te aseguro que me pareció que estábamos a punto de superar la barrera del sonido. El aire atravesaba el vehículo como un huracán. Por un momento temí que la fuerza del vendaval me levantara del asiento y me lanzara por el hueco de la luna trasera. «Acuérdate, cuando se huye, no hay que mirar atrás», me había dicho Héctor.
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